Por Rodolfo Marcelo Pérez - Maeart

Artista plástico - poeta

Desde aquel 13 de marzo de 2013 en que apareció por primera vez en el balcón de San Pedro, Jorge Mario Bergoglio se convirtió en un símbolo de diálogo con la cultura contemporánea. En un mundo donde la religión parecía replegarse frente al avance del laicismo, Francisco abrió ventanas en lugar de cerrar puertas. Habló en el lenguaje de la gente, caminó entre los pobres, citó a poetas, escuchó a científicos y tendió puentes incluso hacia quienes no comparten su fe.

Su papado no puede entenderse sin su vínculo profundo con la cultura. Fue un hombre de pensamiento, pero también de gestos, de símbolos, de silencios significativos. Cada una de sus decisiones tuvo una carga semiótica. Desde rechazar los oropeles del poder vaticano hasta abrazar a un indigente o vivir en una residencia común, transformó el modo en que la Iglesia se presenta ante el mundo. No se trató solo de humildad; se trató de comunicación. Y en eso, Francisco fue un maestro: austeridad, simplicidad, semejanza a San Francisco de Asís.

Dialogó con artistas, convocó a cineastas, leyó a escritores contemporáneos y citó Borges, Hölderlin, Dante o Leopardi en sus homilías. Había señalado que el arte es un camino hacia lo sagrado, incluso cuando no se lo proponga. Abrió el Vaticano a debates sobre inteligencia artificial, medio ambiente, migración y derechos humanos. Entendió que la cultura no es un accesorio, sino una forma de habitar el mundo, de pensarlo y de transformarlo. Era un Papa 24 x 7 x 365, nuestro orgullo latinoamericano; éramos nosotros en el mundo, como unidad de nuestra argentinidad.

Su mayor gesto cultural fue su forma de ejercer el poder con humildad, escucha y cercanía. En un siglo herido por el cinismo y el espectáculo, complejo en extremo por guerras y pandemia, fragmentado por el odio y el algoritmo, apostó siempre por la ternura (un valor que parece pequeño, casi ingenuo, pero que transforma porque es profundamente política, espiritual y cultural). En tiempos de algoritmos y polarización, reivindicó el encuentro. En una época en la que hablar de alma parece pasado de moda, él la nombraba sin miedo. No como una imposición doctrinal, sino como una invitación a mirarnos más hondo, a no quedarnos en la superficie.

Desde la Villa 31 hasta la Universidad de La Sapienza, desde la Pampa argentina hasta los foros mundiales, hizo de su palabra un espacio común. Su figura es discutida, sin duda; ni siquiera quienes lo criticaban pudieron ignorarlo. No se presentó como un dogma cerrado, sino como una voz que interpela. Y en esa tensión entre tradición y novedad, entre fe y mundo, reside su potencia.

El Papa que vino del hemisferio sur no solo guió a una Iglesia. Fue, ante todo, un interlocutor de la humanidad en diálogo permanente entre el Evangelio y los signos de los tiempos, entre Roma y Buenos Aires, entre el arte y la espiritualidad, entre la calle y el altar. Puso en juego algo más que su Fe: su alma, para pensar la nuestra. Había llegado al Vaticano en la forma más simple, caminando y con una valija diminuta.

Su voz tuvo cadencia porteña, pero su alma es universal. Un maestro que se impuso por títulos, sino por coherencia. Su enseñanza no es de cátedra sino de vida. En cada gesto suyo hubo un mensaje. Todo habla. Todo comunica.

Hoy, mientras la historia sigue su curso, Francisco permanece como un faro. No fue un líder perfecto. Pero, sin duda, un hombre profundamente honesto. Y en estos tiempos, eso es tal vez lo más valioso que puede ofrecerse. El cura que caminaba por Flores caminó por el mundo. Y lo hizo con paso firme, siempre con una sonrisa, con alma argentina, con el Evangelio en una mano y la cultura en la otra. Dios es amor y Francisco también lo fue.